A veces me has preguntado de la suave esencia de vivir, pretendes una descripción taxativa del derecho a continuar activa con tus pasos, recelas del imaginario de la tristeza para no volver a detenerte hacia la reja de la que aprendió maestría de látigos.
A veces no te importa en absoluto en qué consiste esta existencia y simplemente, sobre todo cuando llega el atardecer y las golondrinas, y sabes que está Él y estás tú,
y sólo miras al océano de montañas, en una mezcla de respiración y presente.
Es en esos últimos a veces cuando sintiéndote una especie de animal con muchas conexiones cerebrales, consideras sin pensar que simplemente vives y adoras la paz que contemplas, porque ya está en ti, y únicamente necesita ser re-existente en más a veces que los racionales y controladores automáticos o laberintos de la razón.
Y ayer miraste a la niña que cuidaba a los adultos de alma insostenible, y la agarraste sin duda y la llevaste a ese atardecer de esos a veces que se producen y se alargan, junto a esas golondrinas y junto con el hombre bendecido por su propio corazón (aún no sabemos si lo ha escogido él o simplemente los ángeles lo acunaron por necesidad terrestre), permitiendo que jugara con su cuerpo, que es también su Tierra, que se correspondiera con las flores de la primavera que como ella acababan de nacer. Sosteniendo una ilusión procurada de la correspondida fragancia de la infancia. Así es como te liberas de los deberes del árbol. Pero la niña solo entiende: juega, pájaro, salta y VE.
A veces me hablas tú, María, aunque creo que lo haces siempre, sí, eres tú
y en ocasiones consigo que generemos esta conversación entre iguales en busca de más Marías que quieran continuar siendo hermanas de los pájaros, de las niñas-niñas, y del hombre que en su compasión se quiere (y te ve).
©MaríaCánovas (fotografía y texto)